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El amor es todo (parte 3)

En dos artículos previos (parte 1, parte 2), dijimos que el amor es el tema central de la Biblia y que la razón por la cual lo es, es porque Dios es amor: el Padre, el Hijo y el Espíritu siempre se han amado desde antes de la fundación del mundo. Pero, igual que en el primer artículo, al final del segundo nos planteamos otra pregunta clave: si Dios es amor, ¿cómo es dicho amor? Dando por hecho que Dios es amor y que debemos amar también, ¿tenemos algunas pistas de cómo se vive a nivel práctico?

Igual que en los artículos previos, la respuesta es a la vez simple y profunda: la cruz. Fíjense en todos los versículos de la Biblia que conectan de manera explícita el amor de Dios con la cruz:
 
  • Juan 3:16: «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna»

  • Romanos 5:8: «Pero Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros»

  • Gálatas 2:20: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí»

  • Efesios 2:4-5: «Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo»

  • Efesios 5:2: «Y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante.»

  • Efesios 5:25: «Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella»

  • 2 Tesalonicenses 2:16: «Y el mismo Jesucristo Señor nuestro, y Dios nuestro Padre, el cual nos amó y nos dio consolación eterna y buena esperanza por gracia»

  • 1 Juan 4:9-10: «En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.»

Estos textos nos demuestran que el vínculo entre el amor intra trinitario y el que debemos tener unos por otros es el amor que el Padre, el Hijo y el Espíritu nos demostró en la cruz. Si queremos reflejar el amor eterno de Dios, tenemos que vivir la cruz.
 
Es imposible resumir el amor de Dios demostrado en la cruz, pero me gustaría ofrecer la siguiente frase como un sitio donde empezar: El amor es dar alegremente de sí mismo por el verdadero bien del otro. Permítanme desarrollar un poco cada parte de la frase. La palabra clave es “dar”, en contraposición de “tomar”, que es, en mi opinión, la esencia del amor propio, el egoísmo y de lo que la Biblia llama el pecado. Pero el amor no da porque es un deber o una obligación, sino que da “alegremente”. Tiene ganas de dar de sí mismo. No siempre es bonito —como por ejemplo cuando un padre decide levantarse por la noche con el bebé para que su mujer pueda dormir un poquito más—, pero sí provoca una alegría más profunda y duradera que cualquier inconveniente momentáneo que produzca. Este tipo de amor también da “de sí mismo”, es decir, implica un sacrificio personal, o por lo menos una implicación personal. Cuánto más da uno de sí mismo, más amoroso es. Es decir, que cada día tenemos un número de oportunidades casi infinitos para dar de nosotros mismos, sea mucho o poco. La meta de este amor es buscar y realizar el “bien” del otro. Pero no se conforma con los muchos falsos bienes que hay: la felicidad inmediata, la salida más fácil, el camino más cómodo, etc. Este amor busca el “verdadero bien” del otro, es decir, que su vida agrade a Dios. ¿Y cómo podemos agradar a Dios? Encarnar la cruz de Cristo en cada momento de nuestra vida.
 
Las implicaciones que la cruz tiene para nuestras vidas son casi infinitas. De hecho, me gustaría sugerir que el florecer de la sociedad humana tiene una relación directa con la cantidad de amor que esta tenga. La economía, el comercio, la medicina, la ley, el arte, la tecnología… El éxito de todo depende del amor. Es decir, la cruz nos es solo un evento histórico pero aislado de nuestras vidas, al contrario, la cruz tiene la respuesta a cualquier problema humano que tengamos. ¿Cómo sería una sociedad que se basa en cada uno dando de sí mismo por el verdadero bien de los demás?
 
Me gustaría concluir esta mini serie de artículos sobre el amor con 1 Juan 4:8-11, porque quizás es el mejor texto en la Biblia que abarca todo lo que hemos dicho del amor: «8 El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor. 9 En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. 10 En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. 11 Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros.»
 
En el versículo 8 encontramos el amor intra trinitario: Dios es amor porque el Padre, el Hijo y el Espíritu siempre se han amado. Los versículos 9-10 hablan de la cruz de Cristo y cómo Dios nos mostró su amor en ella. Como hemos argumentado aquí, funciona como un vínculo entre el amor divino y el amor que debemos tener unos por otros. Por último, en el versículo 11 encontramos una llamada a amar como Dios. ¿Qué más nos falta en la vida que no se encuentra en este texto? Nada. El amor es todo.
 
 
 

 

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    El amor es todo (parte 2)

    En un artículo previo, vimos que muchos textos de la Biblia afirman que el amor es el tema central de la Biblia. El argumento propuesto allí no era nada novedoso por mi parte, sino que ha sido la postura predominante de la Iglesia desde los primeros siglos de su existencia. El amor es el mandamiento principal que Dios nos ha dado, y es el centro del cual irradia toda la vida cristiana. Si eres cristiano, lo que más te debe marcar la vida es el amor.

    Pero al final del artículo nos planteamos una de las preguntas más importantes e interesantes de toda la teología: ¿por qué? ¿Por qué el amor es el tema central de la Biblia? La respuesta es a la vez muy simple e increíblemente profunda: el tema central de la Biblia es el amor porque Dios es amor. Primera de Juan 4:8 y 16 lo dicen claramente: “Dios es amor”. Ni en griego ni en español dice que “A veces Dios ama” o “Dios empezó a amar cuando creó al hombre” sino “Dios es amor”. Quiere decir que el amor forma parte de la misma naturaleza de Dios: siempre ha sido amor, y siempre lo será.
     
    Pero el amor es un verbo relacional: uno no puede amar solo, y el amor no existe aislado de otros. Entonces, si tú y yo no hemos existido desde siempre, y si Dios es amor, ¿a quién ha estado amando Dios desde antes del comienzo del universo? Una vez más, la respuesta es a la vez simple y profunda. Juan 17 nos recuerda la oración más larga que Jesús hizo, y en el versículo 24 leemos una de las frases más importantes en toda la Biblia, en la que Jesús está hablando con su Padre: “me has amado desde antes de la fundación del mundo”. Allí tenemos en forma germinal el comienzo de todo: quién es Dios, por qué existe el universo, cuál es el propósito de la vida, etc. Tú y yo amamos porque Padre, Hijo y Espíritu siempre han existido en una relación de amor desde antes de la fundación del mundo.
     
    Dicho de otra manera, la historia del ser humano comienza en Génesis 1:1, pero “antes” del comienzo del tiempo (lo cual es una contradicción de términos), ya existían Padre, Hijo y Espíritu en una relación de amor. El Hijo ya estaba con el Padre (Jn 1:1), disfrutaba de su gloria (Jn 17:5) y era su supremo gozo (Prov 8:22-31). El Espíritu, que quizá puede describirse mejor como el amor y comunión personal del Padre (cf. Rom 5:5; 2 Cor 13:13), también forma parte de la Deidad —o Trinidad—, y así también ha estado con el Padre e Hijo desde siempre (Gén 1:2; Ef 1:3-14; 2 Cor 13:14).
     
    Si te preguntara cuál es el versículo o libro más importante en la Biblia, me imagino que me dirías algo como Juan 3:16 o el libro de Romanos. Pero eso no habría sido la respuesta de la Iglesia primitiva. Para ellos, los cinco capítulos más importantes de la Biblia eran: Juan 1 y 17; Efesios 1; Colosenses 1; y Hebreos 1. ¿Por qué? Porque es ahí donde más se habla de la relación íntima entre Padre, Hijo y Espíritu. Es decir que, para la Iglesia primitiva, toda la teología irradiaba del centro de la relación de amor entre Padre, Hijo y Espíritu.
     
    Es dentro de este marco de amor intra trinitario que tú y yo encajamos. Es decir, Dios no nos creó por ninguna falta o deficiencia que tenía. No se daba cuenta de que le faltaba el amor, y así decidió crearnos para llenar dicho vacío. Todo al contrario: tú y yo somos el resultado del amor desbordante entre Padre, Hijo y Espíritu. De manera no muy diferente de cómo los niños son el resultado del amor desbordante entre marido y mujer, así también lo somos nosotros del amor entre Padre, Hijo y Espíritu. La creación es el resultado de la plenitud de amor de Dios, y nos creó para participar en su amor.
     
    Si seguimos las pistas que la Biblia nos da, llegamos a la conclusión de que el amor es, de verdad, todo. Pensemos, por ejemplo, en los grandes puntos de inflexión de la Biblia: Dios, creación, pecado, salvación y consumación: ¿Cómo es Dios? Amor. ¿Qué significa ser creado a la imagen de Dios? Vivir en su amor. ¿Qué es el pecado? Salir de su amor. ¿Qué es la cruz? La mayor demostración su amor. ¿Qué es la salvación? Dios, en su amor, haciéndonos volver a su amor. ¿Qué es la santificación? Crecer en su amor. ¿Cómo será la eternidad? Participar en su amor para siempre. Insisto: el amor es todo.
     
    Todo lo que nos hace humanos —nuestros cuerpos, sentimientos, habilidades, etc.— es un vehículo para encarnar el amor de Dios. El centro de lo que somos no es la mente (contra los platónicos y gnósticos) ni el cuerpo (contra los ateos y la sociedad occidental actual), sino la voluntad, porque ahí es dónde reside nuestra capacidad de escoger, decidir, elegir, amar.
     
    En resumen, hemos visto que el tema central de la Biblia es el amor porque Dios es amor. Antes de Génesis 1:1 y después de Apocalipsis 22:21, Dios es amor. Nuestra realidad forma parte de otra realidad infinitamente más grande: la del amor entre Padre, Hijo y Espíritu. Pero igual que en el artículo anterior, terminamos este artículo con otra pregunta importante: ¿Cómo es el amor de Dios? Sabemos que Dios es amor, y también que nosotros debemos amar, pero ¿cómo es? En el siguiente artículo veremos el vínculo entre el amor de Dios y nuestro amor.

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      El amor es todo (parte 1)

      Si nos preguntamos ¿Quién es el tema central de la Biblia?, la respuesta está fácil: Jesucristo. Textos como Lucas 24:25-27 y Juan 5:39 dejan claro que Jesucristo —y específicamente su muerte y resurrección— es el tema central de la Biblia. Pero si nos preguntamos ¿Cuál es el tema central de la Biblia?, muchas veces no es fácil encontrar una respuesta simple y satisfactoria. Después de todo, la Biblia es un libro bastante largo, con una historia de composición igual de larga: abarca más de mil páginas en nuestras traducciones españoles y fue escrito por decenas de hombres durante un periodo de un milenio y medio, más o menos. ¿Hay un tema central que da orden y estructura al caos?

      Creo que sí. La Biblia nos dice una y otra vez cuál es el tema central de la Biblia, pero como nos lo dice en varios textos, esparcidos en varios libros de la Biblia, a lo mejor no lo vemos tan claro. Por tanto, en lo que sigue voy a agrupar los versículos de la Biblia que nos dicen cuál es el tema central de la Biblia, y creo que quedará claro que el tema central es el amor:
       
      El amor es lo que cumple la ley y los profetas:
      • Mateo 7:12: «12 Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas.»

      • Mateo 22:34-40: «34 Entonces los fariseos, oyendo que había hecho callar a los saduceos, se juntaron a una. 35 Y uno de ellos, intérprete de la ley, preguntó por tentarle, diciendo: 36 Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley? 37 Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. 38 Este es el primero y grande mandamiento. 39 Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. 40 De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas.»

      • Romanos 13:8-10: «8  No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. 9 Porque: No adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no codiciarás, y cualquier otro mandamiento, en esta sentencia se resume: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. 10 El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor.»

      • Gálatas 5:13-15: «13 Porque vosotros, hermanos, a libertad fuisteis llamados; solamente que no uséis la libertad como ocasión para la carne, sino servíos por amor los unos a los otros. 14 Porque toda la ley en esta sola palabra se cumple: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. 15 Pero si os mordéis y os coméis unos a otros, mirad que también no os consumáis unos a otros.»

      • Santiago 2:8: «8 Si en verdad cumplís la ley real, conforme a la Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, bien hacéis»

      El amor es la mayor virtud:
      • 1 Corintios 13:1-3, 13: «1 Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. 2 Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. 3 Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve. […] 13 Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor.»

      • Colosenses 3:12-14: «12  Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; 13 soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros. 14 Y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto.»

      • 1 Pedro 1:5-7: «5 vosotros también, poniendo toda diligencia por esto mismo, añadid a vuestra fe virtud; a la virtud, conocimiento; 6 al conocimiento, dominio propio; al dominio propio, paciencia; a la paciencia, piedad; 7 a la piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor.»

      El amor fue el último —y por lo tanto el más importante— mandamiento que Jesús dio a sus discípulos:
      • Juan 13:34-35: «34 Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. 35 En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros.»

      El amor es el fundamento y el propósito de la enseñanza:
      • 1 Juan 3:11: «11 Porque este es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos unos a otros.»

      • 2 Juan 5: «5 Y ahora te ruego, señora, no como escribiéndote un nuevo mandamiento, sino el que hemos tenido desde el principio, que nos amemos unos a otros.»

      • 1 Timoteo 1:5: «5 Pues el propósito de este mandamiento es el amor nacido de corazón limpio, y de buena conciencia, y de fe no fingida»

      El amor es la única virtud cristiana que nunca dejará de ser:
      • 1 Corintios 13:8-13: «8 El amor nunca deja de ser; pero las profecías se acabarán, y cesarán las lenguas, y la ciencia acabará. 9 Porque en parte conocemos, y en parte profetizamos; 10 mas cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte se acabará. 11 Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño. 12 Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido. 13 Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor.»

      El amor es el efecto necesario de una genuina fe:
      • Gálatas 5:6: «6 porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo ni la incircuncisión, sino la fe que obra por el amor.»

      • 1 Juan 3:23: «23 Y este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y nos amemos unos a otros como nos lo ha mandado.»

      El amor es la forma en que imitamos a Dios:
      • Efesios 5:1-2: «1 Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados. 2 Y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante.»

      Espero que los lectores puedan ver el testimonio uniforme de tantos textos de tantos libros: a la pregunta ¿Cuál es el tema central de la Biblia? la respuesta es el amor. No hay ningún otro tema que resume la Biblia como lo hace el amor. Algunos argumentan que la santidad es el tema que mejor abarca la diversidad de la Biblia, pero como hemos visto arriba, la santidad —resumida principalmente en los Diez mandamientos— es solamente una manera de describir y hacer explícito qué es el amor, y por tanto se entiende mejor como un subpunto del mismo. Otros argumentan que la soberanía de Dios es el tema central de la Biblia. Hablaremos de esto en otro momento, pero por ahora solo me gustaría hacer notar que la soberanía de Dios no aparece en tantos textos claves como hemos visto arriba con el amor. En resumen, el amor es único entre los otros temas de la Biblia.
       
      Por tanto, dado que el amor es el tema central de la Biblia, me gustaría plantear la pregunta de millón: ¿por qué? ¿Por qué es que el tema central de la Biblia es el amor? La respuesta a esta pregunta tan importante es el tema del siguiente artículo.
       
       
       

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        Martín Lutero y la Reforma protestante: Parte 3

        IV. Las relaciones entre católicos y protestantes hoy día

        Durante los 400–450 años posteriores, las relaciones entre católicos y protestantes eran bastante predecibles. La respuesta al protestantismo fue el asunto más importante tratado en el Concilio de Trento durante 1545–1563, y las distintas herejías del protestantismo fueron condenadas explícitamente, a menudo acompañadas de la maldición con la fórmula de anatema. El siguiente concilio ecuménico de la Iglesia fue el Vaticano I durante 1869–1870, y afirmó ampliamente las enseñanzas de Trento y condenó a todo aquel que se oponía a ellas. En palabras llanas, en los 400–450 años posteriores a la Reforma protestante, no existieron relaciones entre católicos y protestantes a excepción de excomulgaciones y condenas mutuas.
         
        No obstante, en los últimos 60 años ha habido un aumento increíble de diálogo entre las dos tradiciones. En 1960 la Iglesia católica reconoció oficialmente el movimiento ecuménico y estableció el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, cuyo propósito consiste en buscar la reconciliación con otras tradiciones cristianas. Durante 1962–1965 los protestantes fueron invitados a asistir al concilio ecuménico de la Iglesia católica, el concilio Vaticano II, en el que los protestantes fueron reconocidos oficialmente como “hermanos separados” y “comunidades eclesiales”, aunque no fueron oficialmente reconocidos como una “iglesia”. Recientemente, en 1999, delegados oficiales de la Iglesia católica y la Federación Mundial Luterana firmaron un documento titulado “Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación” en el que afirmaron “articular una interpretación común de nuestra justificación por la gracia de Dios mediante la fe en Cristo”, aparentemente eliminando uno de los mayores obstáculos que dividía las dos tradiciones. Desde entonces también ha sido firmado por la Iglesia Anglicana, el Consejo Metodista Unido y la Comunión Mundial de Iglesias Reformadas. En 2016, los luteranos y católicos celebraron una misa unida que fue el último desideratum que restaba para la unión completa entre las dos tradiciones. Aquí en España, la situación no es diferente. En una reciente entrevista en 2017, Carlos López, el obispo mayor de la Iglesia española reformada episcopal (anglicano español) declaró lo siguiente con respecto a la relación en su iglesia y la Iglesia católica: “El camino de la unidad ya es una realidad. Caminamos juntos”. Todas las señales apuntan a que millones de católicos y protestantes están en el camino de la reconciliación o se han reconciliado ya.
         

        V. Algunas reflexiones acerca de las relaciones futuras entre católicos y protestantes

        En este punto me gustaría ofrecer algunas de mis reflexiones acerca del diálogo entre católicos y protestantes. Aunque uno siempre se arriesga a hacer el ridículo cuando intenta predecir el futuro, creo que es relativamente seguro afirmar que la tendencia ecuménica va a continuar. Hay demasiadas fuerzas empujando en favor de la reconciliación como para que ésta se detenga en algún momento cercano en el tiempo. Permítanme mencionar tres de estas fuerzas.
         
        La primera es la minimización de la importancia de la doctrina y de la reivindicación de la verdad que la civilización occidental en su conjunto está experimentando y que tanto está afectando a la Iglesia. Un autor ha resaltado que mientras que en el siglo XVI era muy fácil ser hereje, hoy día es muy difícil. En general, la gente no considera las diferencias teológicas como algo importante, especialmente si no hacen daño a otros. Es difícil para la gente moderna apasionarse sobre si la salvación es por la fe y las obras o sólo por la fe, especialmente cuando ambos grupos parecen comportarse de manera similar.
         
        La segunda es la creciente oposición al cristianismo, desde el secularismo por un lado, y desde el extremismo religioso por otro, además del incremento de problemas importantes y globales tales como la pobreza, las enfermedades y las guerras. Además, los cristianos de ambas tradiciones están perdiendo aliados históricos en gobiernos en todo el mundo, dificultando la convivencia pacífica tal como la Biblia aconseja. Los católicos y protestantes se encuentran conviviendo en lugares más cercanos, lo cuál los obliga a dialogar y trazar acuerdos para alcanzar al menos una paz temporal con el fin de enfrentar estos problemas mayores. Pero algo sorprendente ocurre en este proceso: encuentran que el del otro lado no es tan malo como pensaba y, a menudo, forman relaciones profundas y duraderas unos con otros. Parece que cuando crece la oposición y la persecución también crece la unidad entre católicos y protestantes.
         
        La tercera es el propio Papa Francisco. Si hay algo que ha marcado su pontificado hasta ahora, ha sido su fomento de la construcción de puentes con otras comunidades religiosas, una de las cuales es el protestantismo. Por ejemplo, junto a la misa luterano-católica mencionada antes, el Papa Francisco grabó en 2014 un vídeo corto para un obispo anglicano llamado Tony Palmer en el cual dijo a unos cristianos carismáticos que la separación había terminado y que anhelaba abrazar a los cristianos protestantes como hermanos. Tiene una personalidad increíblemente atractiva y se muestra como un Papa misericordioso y perdonador que pide ayuda a otros y admite los pecados de la Iglesia católica. El Papa Francisco está muy lejos de los Papas de los siglos XIV y XV.
         
        Sin embargo, a pesar de los últimos 60 años de diálogo ecuménico y de las previsiones que nos indican que va a continuar, yo pienso que no ha de hacerlo, al menos de la manera en la que lo ha hecho hasta ahora. Permítanme explicarme. Para empezar, al igual que el erudito anglicano Alister McGrath —posiblemente el mayor experto mundial en la doctrina de la justificación— estoy asombrado por el hecho de que mientras que los católicos y protestantes del siglo XVI veían la doctrina de la salvación como algo positivamente fundamental para sus identidades, parece que hoy en el siglo XXI la ven negativamente como algo que divide las dos tradiciones. Parece como si hoy muchos vieran la cuestión como una vergüenza que sería mejor olvidar. Personalmente, creo que el “acuerdo” sobre la doctrina de la justificación entre los católicos y varios grupos protestantes es demasiado prematuro. Desde luego, si hay unidad en este punto tan fundamental, entonces debería haber también unidad en doctrinas como la de los sacramentos, las indulgencias, el purgatorio y los santos. Pero, ¿qué católico estaría dispuesto a abandonar los sacramentos? O ¿qué protestante estaría dispuesto a aceptar las indulgencias o el purgatorio?
         
        Lo mismo podría decirse con respecto a la autoridad. Mientras los protestantes sigan insistiendo en que sólo la Escritura es autoritativa, nunca podrán aceptar ciertas enseñanzas que los católicos afirman haber sido recibidas por medio de la tradición oral tales como la supremacía del Papa y la inmaculada concepción de María con su asunción corporal al cielo. Pero si estas dos tradiciones tienen el propósito de unirse, entonces deberían estar unidas también en estos temas. Pero, ¿qué católico está preparado para decir que el Papa es falible? O ¿qué protestante estaría dispuesto a aceptar que María fue inmaculadamente concebida y que ascendió corporalmente al cielo después de vivir una vida sin pecado? Expresándolo de una manera más llana, ¿qué católico estaría dispuesto a dejar de rezar a María y qué protestante estaría dispuesto a empezar a hacerlo?
         

        Mi pretensión no es que se perpetúe la división entre católicos y protestantes. De hecho, mi corazón sufre por las muchas divisiones dentro del cuerpo de Cristo. Por el contrario, mi deseo es conseguir que ambas partes se tomen sus diferencias en serio y que procuren alcanzar un verdadero acuerdo exhaustivo acerca de las cuestiones fundamentales de la salvación y la autoridad. Yo también quiero la paz como otros, pero no quiero la paz a costa de la verdad. Que Dios nos dé sabiduría a todos.

        [Me gustaría agradecer a Alberto Gómez por traducir este texto del inglés. He hecho algunos cambios ligeros a su traducción así que cualquier error se debe considerar el mío.]

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          Martín Lutero y la Reforma protestante: Parte 2

          III. Martín Lutero y la Reforma protestante

          Antes de fijarnos en Lutero, debe recordarse que hubo muchos otros, tanto antes como durante los días de Lutero, que demandaron una reforma de la Iglesia. En tiempos de Lutero, humanistas como Erasmo condenaron la corrupción moral de la Iglesia y hasta cierto punto mostraron simpatías hacia Lutero. Por ejemplo, la siguiente frase es atribuida a Erasmo hablando de Lutero: “Él es culpable de dos graves crímenes: ha golpeado al Papa en su corona y a los monjes en su barriga”. Lo que separaba a los humanistas de Lutero, sin embargo, era su diagnóstico del problema, así como el remedio para el mismo. Los humanistas generalmente pensaban que el problema era superficial, interpretando que la cuestión era que algunos (o muchos) en la Iglesia estaban corrompidos moralmente y se habían desviado de las buenas enseñanzas de la Iglesia. Su remedio, por tanto, consistía en reformar la moralidad, retornando a las prácticas cristianas básicas como la lectura de la Biblia y la oración. No era necesaria una “reforma” fundamental de la Iglesia. Lutero, por su parte, consideraba que el problema era mucho más profundo —“hasta la médula” podría decirse— y por ello su remedio era mucho más radical. Volvamos ahora a Lutero.

          Lutero nació en 1483 en el centro de Alemania. Su padre, un minero del carbón, tenía sus esperanzas puestas en que su hijo llegara a ser abogado, pero durante una tormenta en 1505, Lutero estuvo a punto de perder la vida a causa de un rayo y oró a santa Ana —la patrona de los mineros del carbón— prometiendo que se haría monje si le permitiera salir con vida. Por este motivo ingresó posteriormente en un monasterio agustiniano donde se dedicó a su desarrollo espiritual por medio de la oración, el ayuno y la confesión frecuente. Sin embargo, a pesar de que la enseñanza católica de que “Al que hace lo que de él depende, Dios no le negará su gracia” debería haberle traído consuelo, en realidad ésta incrementó su ansiedad. Vivió en constante angustia porque le perseguía el pensamiento de que él siempre podría haber hecho más: podría haber orado una hora más, podría haber ayunado un día más, podría haber confesado más pecados, etc.
          Para ilustrarlo con un ejemplo, como la enseñanza católica afirmaba que sólo los pecados confesados eran perdonados, Lutero empleaba hasta seis horas en el confesionario con su confesor y superior, Johann von Staupitz, confesando hasta las más pequeñas de sus ofensas. No obstante, esto no impedía que, tras sus confesiones, recordara más pecados, lo cual le llevaba de nuevo al confesionario. En cierta ocasión, von Staupitz se dirigió a Lutero y le dijo: “Mírame, hermano Martín. Cada vez que te tiras un pedo quieres confesar tus pecados… Si vas a confesar tanto, ¿por qué no haces algo digno de ser confesado? ¡Asesina a tu madre o a tu padre! ¡Comete adulterio! ¡Deja de venir con estos pecadillos!”
           
          Durante sus primeros años en el monasterio, Lutero fue torturado por la imagen que tenía de Dios, a quien veía como un Dios insignificante y vengador que amenazaba a los humanos con una condenación eterna y que estaba dispuesto a enviarlos al infierno —o al menos muchos años a las llamas del purgatorio— por no haber sido capaces de evitar pecados de los que era imposible apartarse. Lutero se veía espiritualmente estropeado y pensaba que era Dios el que lo había estropeado y que no había ninguna esperanza de cambio.
           

          Lutero se doctoró en teología en 1512 y fue enviado a Wittenberg donde ejerció como profesor del Nuevo Testamento. Posteriormente, durante su estudio de la carta a los Romanos, Lutero se topó con un importante descubrimiento. Durante mucho tiempo, la frase “la justicia de Dios” le había confundido, incluso enfurecido. Por muchos años Lutero había pensado que “la justicia de Dios” se refería a la justicia propia de Dios por la cual él es justo y por la cual él juzga nuestra injusticia. Pero en c. 1513, llegó al convencimiento agustiniano de la justicia de Dios: que ésta se refiere a la justicia por medio de la cual Dios nos otorga generosamente su justicia a nosotros. Lutero llegó a ver “la justicia de Dios” como algo posible por medio de la muerte y resurrección de Jesucristo. Así, la “justicia de Dios” no es una expresión de juicio, sino de gracia. Aquello era como agua fresca para el alma seca de Lutero. En este momento, sin embargo, Lutero aun se veía como un hijo fiel de la Iglesia y así continuó por unos cuantos años más. En cualquier caso, Lutero comenzó a interesarse más y más en los Salmos y en las cartas a los Romanos, Gálatas y Hebreos, y su teología se volvió más centrada en Cristo como solución a todos los problemas de los hombres.

          Esto nos lleva a 1517. El Papa León X estaba intentando construir la nueva basílica de San Pedro en Roma y buscaba desesperadamente fondos para ello. Por ello, ofrecía indulgencias a los fieles católicos por toda Europa y en especial en las ricas tierras de Alemania. Uno de los vendedores más exitosos de aquellos días era Johann Teztel. Una de sus frases más famosas que usaba al predicar era: “Tan pronto la moneda en el cofre resuena, el alma al cielo brinca sin pena”. A Teztel no se le permitía entrar en Wittenberg para vender indulgencias dado que Wittenberg se jactaba de tener una gran colección de reliquias y temía que la predicación de éste pudiera perjudicar sus ventas. Por ello, Teztel predicó en el pueblo siguiente y muchos de los habitantes de Wittenberg acudieron a escucharle y comprar sus indulgencias. Cuando éstos volvieron y contaron a Lutero lo que habían hecho y cuando Lutero vio cómo habían puesto su fe en una hoja de papel que habían comprado para financiar el extravagante programa arquitectónico de Roma, quedó horrorizado y también enfurecido. Su creciente entendimiento cristológico de la salvación le llevó a creer que el tipo de predicación sobre las indulgencias ejemplificado en Teztel era herético y por ese motivo convocó a los eruditos a debatir los asuntos relacionados de la penitencia, el purgatorio y las indulgencias. Como todos los eruditos, Lutero convocó el debate clavando sus tesis en la puerta del castillo de Wittenberg. Este documento se llamó las 95 tesis de Lutero y a través de ello Lutero —sin saberlo y de manera inconsciente— inició lo que ahora llamamos la Reforma protestante.

          Es importante resaltar que en 1517 Lutero todavía se veía como un hijo fiel de la Iglesia. De hecho, en sus 95 tesis aun aceptaba la existencia del purgatorio y que el Papa tenía la suprema autoridad en la Iglesia. Su intención era meramente reformar algunos de los abusos extremos de la venta de indulgencias, situar el foco de la Iglesia de nuevo en la justicia de Dios que él nos ofrece por medio de Cristo y procurar la clarificación sobre algunas de las inconsistencias que muchos encontraban con el purgatorio y las indulgencias. Para Lutero, la contrición interna, el arrepentimiento verdadero y la predicación de la Palabra de Dios eran mucho más importantes que la penitencia externa y la venta de indulgencias por la manipulación emocional. Éstas no eran sólo preocupaciones de Lutero sino también de aquellos feligreses que le hacían preguntas tan incisivas como la registrada en su tesis número 82 en la cual cita una de las varias burlas chistosas de los laicos: “¿por qué el papa no vacía el purgatorio por su caridad santísima y por la gran necesidad de las almas —que es la causa más justa de todas— si redime almas innumerables por el funestísimo dinero de la construcción de la basílica, que es la causa más insignificante?” Lutero mismo veía estas incongruencias, pero no era capaz de dar una respuesta razonable. El debate al que Lutero llamaba tenía el propósito de aclarar estas cuestiones.
           
          Para gran sorpresa y consternación de Lutero, la Iglesia no sólo no le agradeció el haber traído al conocimiento del Papa estos abusos, sino que por el contrario se le ordenó que se retractase. Se cuenta que el Papa León X dijo que Lutero era “un monje alemán borracho” que cambiaría de parecer una vez estuviera sobrio. Pero Lutero no se serenó. Por el contrario, prosiguió en su interpretación radicalmente cristocéntrica de la Biblia y sus implicaciones para la teología y la vida. Lutero rápidamente se hizo famoso (o infame) por sus 95 tesis y los eruditos y teólogos le buscaban para debatir con él.
           

          Antes, sin embargo, él debía clarificar su posición ante su propio monasterio y universidad. Las 95 tesis de Lutero habían cogido a muchos por sorpresa y muchos buscaban una explicación. Esto condujo a la muy importante Disputa de Heidelberg en abril de 1518. Allí vemos a Lutero avanzando desde su crítica negativa a la penitencia, el purgatorio y las indulgencias hacia su entendimiento positivo de lo que él pensaba que tenía que tomar su lugar. Lutero expuso muchas cosas significativas en estas 40 tesis, pero por el bien del espacio solo se subrayarán cinco de las más relevantes.

          La primera es la tesis 16 en la cual Lutero escribe, “El hombre que piensa poseer la voluntad de lograr la gracia a base de hacer lo que de él depende, añade al pecado otro pecado y se hace doblemente reo”. Aquí Lutero se estaba oponiendo directamente a la enseñanza de “Al que hace lo que de él depende, Dios no le negará su gracia”. Lutero afirmaba que los humanos no se pueden preparar a sí mismos para recibir la gracia de Dios. Las implicaciones de esta afirmación tenían consecuencias directas en la comprensión de la Iglesia sobre el proceso de salvación y su relación con el sistema de sacramentos y fue un ataque directo y frontal al fundamento de la Iglesia occidental.
           

          Sabía que tal afirmación podría llevar a algunos a la desesperación por no poder alcanzar nunca la salvación, pero la intención era justamente la contraria. La tesis inmediatamente posterior, la número 17, abordaba la cuestión: “Hablar de esta suerte no equivale a dar al hombre un motivo de desesperación, sino de humildad, y a alentar su ardor para que busque la gracia de Cristo”. Según Lutero, la predicación de la Palabra de Dios y los requisitos de justicia que contiene nos obliga a concluir que somos pecadores y a abandonar cualquier esperanza de ser capaces de salvarnos a nosotros mismos por medio de nuestras propias obras.

          Pero el increíble descubrimiento de Lutero fue que esa desesperanza es lo que Dios usa para “prepararnos” para recibir la gracia de Cristo. La siguiente tesis, la 18, es muy similar: “Es cierto que se necesita que el hombre desespere totalmente de sí mismo para prepararse a recibir la gracia de Cristo”. Como se ve de forma clara, para Lutero la salvación no era una “responsabilidad compartida” entre Dios y el cristiano en la cual cada uno hace su parte. Por el contrario, Dios da su gracia de manera inmediata y sólo por medio de Cristo. Somos pecadores, Dios es justo y él es clemente hacia nosotros sólo por medio de su Hijo.
           
          Las dos siguientes tesis están entre las líneas más bellas que Lutero jamás escribió en su carrera y constituyen el fundamento de su teología como un todo. La tesis 25 dice, “No es justo quien obra muchas cosas, sino el que, sin obras, cree mucho en Cristo”. Lutero estaba articulando algo que iba en contra de la enseñanza cristiana de su época, y que cuestionaba que la “justificación” significaba hacer justo. Por contra, basándose en textos como Romanos 10:10 que dice que “del corazón uno cree para [conseguir] la justicia”, Lutero argumentaba que la fe es lo que Dios requiere al hombre para ser justo y no “hacer lo que de él depende”. Lutero no eliminaba la vida justa pero sí reubicaba su relación con respecto a la fe: en la teología medieval las buenas obras eran lo que le llevaba a uno a ser hecho justo; Lutero proponía que Dios contaba a alguien como justo en el momento en que creía en Cristo, emergiendo las buenas obras de manera orgánica como el fruto de un árbol.
           
          Siguiendo con su dicotomía obras–fe, Lutero escribía en su tesis 26, “La ley dice ‘haz esto’, y eso jamás se hace; dice la gracia ‘cree en éste’, y todo está ya realizado”. Esta tesis refleja el mismo corazón de la teología protestante que enfatiza que por la fe sola el creyente es unido con Cristo, el único que es justo a ojos de Dios. Por la fe Cristo ofrece su justicia al creyente por medio de la unión con él y así el creyente es visto como verdaderamente justo a ojos de Dios, aunque él o ella continúa siendo un pecador.
           
          Estamos ya en 1519 y las ideas de Lutero estaban esparciéndose rápidamente. Tan rápidamente que las elites le estaban prestando atención y llamándole hereje. En el verano de 1519, Johannes Eck recurrió al colega de Lutero en Wittenberg, Andreas von Karlstadt, para debatir 13 nuevas tesis que Lutero había publicado. Lutero debía asistir al debate y no involucrarse, pero tras unos días de escuchar desde el banquillo, no pudo permanecer quieto y entró en el debate. El debate entre Lutero y Eck discurrió acerca de la tesis número 13 de Lutero que decía lo siguiente: “Los muy débiles decretos de los pontífices romanos que han aparecido en los últimos cuatrocientos años afirman que la Iglesia romana es superior a todas las demás. Contra ellos está la historia de mil cien años, la prueba de la Escritura divina y el decreto del Concilio de Nicea, el más sagrado de todos los concilios”.
           
          Aquí se hace patente que la teología radicalmente cristocéntrica de Lutero basada en la Biblia le llevó a creer que ni el papado ni los concilios de la Iglesia tenían la autoridad suprema. En defensa de esta tesis, Lutero argumentó que los papas y los concilios de la Iglesia se habían contradicho a sí mismos y eran por lo tanto falibles. Por tanto, no podían tener la misma autoridad que la Escritura, la cual viene de Dios y nunca se contradice. Eck se aferró a aquello que vio como una debilidad en el razonamiento de Lutero y le preguntó si el Concilio de Constanza de 1415 se equivocó al condenar a Jan Hus, el reformador de Bohemia del siglo XV, a lo que Lutero respondió afirmativamente. Tras esto Eck entró a matar: acusó a Lutero de creer las mismas cosas que el hereje condenado, y de afirmar que sólo él tenía razón y que toda la Iglesia occidental estaba equivocada. Según el relato del propio Lutero sobre el debate, muchos fueron persuadidos por el argumento de Eck. Lutero intentó neutralizar los cargos de Eck por demostrar que diferentes concilios de la Iglesia se habían contradicho, provocando que fuera imposible seguirlos como guías autoritativas, pero el daño ya había sido hecho. Eck había resultado vencedor en esta parte crucial del debate y Lutero había sido calificado como un cismático que promovía las enseñanzas de un hereje condenado por un concilio eclesiástico y que cuestionaba la autoridad de todos excepto de sí mismo.
           
          Lo que acabamos de presenciar en este resumen acerca de la teología de Lutero de entre 1517 y 1519 es asombroso: en menos de dos años Lutero había pasado de ser un hijo fiel de la Iglesia, cuya intención era prevenirla de los males que estaban debilitando la eficacia del Evangelio, a ser calificado como hereje por cuestionar el sistema sacramental de la Iglesia y la autoridad del Papa. Lutero había sido testigo de que la Iglesia se había apartado de la gracia de Dios en Cristo hacia la justicia basada en obras. Su preocupación inicial era cómo estar bien con Dios. Sin embargo, cuando él debatió esta cuestión, sus oponentes no deseaban discutir acerca de lo que decía la Biblia sino más bien acerca de lo que habían dicho los Papas y concilios de la Iglesia (sobre todo en durante los últimos 400 años). La solución de Lutero para ambas cuestiones se ha convertido en doctrinas características protestantes desde entonces, a saber, sola fide (sólo por la fe) y sola Scriptura (sólo la Escritura).
           
          Con respecto a sola fide, Lutero fue profundamente influido por textos como Efesios 2:8-9 que dice “Porque por gracia sois salvos, por medio de la fe. Y esto no de vosotros, pues es don de Dios, no por obras, para que nadie se gloríe”. Según la interpretación de Lutero de este texto, la salvación viene a través de la fe en la muerte y resurrección de Cristo. No es mediada a través de la Iglesia y sus sacramentos, sino que viene directamente de Dios por medio de la predicación de su Palabra. Esto llevó a Lutero y otros protestantes a revisar el papel del sistema sacramental y de su complemento, el purgatorio.
           

          Con respecto a sola Scriptura, Lutero fue profundamente influenciado por textos como 2ª Timoteo 3:15-17 que dice, “desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea completo, enteramente preparado para toda buena obra”. La palabra usada en este texto para traducir “inspirada por Dios” es la palabra theopneustos que literalmente significa “espirada por Dios”. Así, la Biblia proviene directamente de Dios y por ello es completamente verdadera y libre de cualquier error. Además, el mismo texto dice que la Biblia es suficiente para hacernos “completos” y “preparados para toda buena obra”. No hay ninguna mención a Papas, concilios de la Iglesia o a ninguna enseñanza oral posterior de los Apóstoles no registrada en la Biblia. Todo lo que necesitamos para vivir la vida descrita en este pasaje es la Biblia. Quizá más importante de todo, sin embargo, es el hecho de que el texto dice que las “Sagradas Escrituras” pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús. ¿Qué más pueden ofrecer los Papas y los concilios que no se encuentra en las Escrituras? Lutero no tenía ninguna intención de eliminar completamente la tradición y los concilios de la Iglesia, sino más bien ponerlos en su lugar, esto es, bajo la autoridad de la Palabra de Dios ya que sólo ella es theopneustos. Muchos grupos protestantes escribieron confesiones a lo largo de los siglos XVI y XVII, pero ninguno de ellos puso a las confesiones al mismo nivel que la Biblia.

          El 15 de junio de 1520, el Papa León X emitió la bula papal Exsurge domine en la que enumeraba 41 enseñanzas heréticas que existían en Alemania y que estaban íntimamente conectadas con las enseñanzas de Martín Lutero. Después de enumerar las herejías, escribió lo siguiente, “Además, como los errores anteriores y muchos otros están contenidos en los libros o escritos de Martín Lutero, ya sea en latín o en otro idioma, igualmente condenamos, reprobamos y rechazamos completamente los libros y todos los escritos y sermones del mencionado Martín, ya sea en latín o en otro idioma, conteniendo los errores mencionados o alguno de ellos; y deseamos que sean considerados como completamente condenados, reprobados y rechazados. Prohibimos a todos los fieles de ambos sexos, en nombre de la santa obediencia y bajo las penas mencionadas en las que incurrirán inmediatamente, leerlos, apoyarlos, predicarlos, alabarlos, imprimirlos, publicarlos o defenderlos”. A Lutero se le dieron 60 días para retractarse o ser excomulgado de la Iglesia.
           

          Martín Lutero, a la recepción de la bula papal, la quemó el 10 de diciembre de 1520. Fue oficialmente excomulgado sólo días más tarde, el 3 de enero de 1521, con la bula papal Decet Romanum Pontificem. La Reforma protestante había comenzado.

          [Continuará…]
           

          [Algunas citas de Martín Lutero vienen de la Teófanes Egido, Lutero: obras (Ediciones Sígueme, 2016).]

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            Martín Lutero y la Reforma protestante: Parte 1

            1. Introducción

            En el año 1517, Martín Lutero era un hijo fiel de la Iglesia católica, que intentaba reformar los abusos que había observado y avisar al Papa de la corrupción generalizada por la venta de indulgencias. En 1520, sin embargo, el Papa declaró que Martín Lutero era un hereje, a lo que Lutero respondió quemando la bula papal, sellando así la ruptura entre los dos partidos y comenzando la Reforma protestante. Quienquiera que haya sido Lutero y aquello que dijera ha resonado en los oídos de muchos desde entonces. El protestantismo afirma tener más de 800 millones de adeptos, un número ligeramente inferior al de los fieles de la Iglesia católica (aunque se encuentra en crecimiento y consta de una membresía más activa en comparación con la decreciente e inactiva membresía de la Iglesia Católica).

            ¿Qué sucedió entre 1517 y 1520 para que se alcanzara una división tan drástica entre Lutero y la Iglesia católica? ¿Tiene el protestantismo algo en común con el catolicismo romano o es algo completamente nuevo que Lutero comenzó? ¿Existe alguna posibilidad de que los católicos y protestantes lleguen a reconciliarse y formen de nuevo una Iglesia unida? Ésta es la clase de preguntas a las que me gustaría responder en este escrito. En primer lugar, intentaré describir el contexto histórico de la Reforma protestante con especial atención a las diferentes crisis de la Iglesia de occidente en los siglos XIV y XV y también al sistema de salvación de la Iglesia de occidente en ese mismo periodo. En segundo lugar, me gustaría explicar la evolución teológica de Lutero durante los años 1517 al 1520. En tercer lugar, trataré de analizar en qué punto se encuentran las relaciones entre el catolicismo y el protestantismo. Y finalmente me gustaría hablar acerca de la posibilidad de una unificación futura entre el catolicismo y el protestantismo.

            II. Contexto histórico de la Reforma protestante

            Es importante recordar que la Reforma protestante no surgió en el vacío. Por el contrario, se dieron numerosas crisis, al menos retrocediendo 200 años, que propiciaron el estallido tal como aconteció a principios del siglo XVI. En esta sección, me gustaría explicar algunos de estos factores y después hablar sobre el asunto relacionado de la visión sobre la salvación en la Iglesia de occidente durante la Edad Media.
             
            II.1 Crisis espirituales en la Iglesia de Occidente medieval
             

            La primera crisis que ha de ser considerada es la del Papado de Aviñón de 1309 a 1378. Cuando el cristianismo se inició en el primer siglo, lo hizo como un movimiento “popular” que fue fuertemente ridiculizado y perseguido durante los tres primeros siglos. Sin embargo, con la conversión de Constantino al cristianismo en el s. IV, el cristianismo se encontró en una posición inesperada como religión oficial del Imperio romano y más allá de éste. Cuando la mitad occidental del Imperio romano cayó el siglo posterior, la única organización unificadora que permaneció fue la Iglesia cristiana. Así, la religión que había sido perseguida por el Imperio romano ahora se había vuelto esencial para garantizar la estabilidad y el progreso de una Europa fracturada. En el 800, fue el Papa León III el que coronó a Carlomagno como emperador del renovado Imperio romano en la antigua basílica de san Pedro en Roma. Este dramático evento sentó las bases para la concepción occidental de que el Papa era la suprema autoridad del territorio, por encima del príncipe, del rey y del emperador. Esta idea alcanzó su clímax en 1302 cuando el Papa Bonifacio VIII emitió la famosa bula papal Unam sanctam en la que el Papa declaraba su autoridad sobre todos los poderes espirituales y terrenales.

            La historia ha demostrado una y otra vez que el éxito de una organización conduce a su caída, al atraer a aquellos que están más interesados en los beneficios que ofrece que en los ideales que inicialmente propugnaba. No fue diferente con el papado romano. Con el tiempo, el papado llegó a percibirse como otro puesto de poder político, sin duda el mayor puesto de poder, y fue comprado y vendido a los hombres más ricos y poderosos de Europa, quienes a menudo se encontraban también entre los más corruptos. En el siglo XIV Francia estaba entre las naciones más poderosas de Europa occidental y por ello tenía sentido para muchos de los ricos y poderosos que el papado se moviera de Roma a Aviñón, Francia, como así sucedió en 1309. No hubo motivaciones religiosas tras este movimiento, sólo razones políticas, y esto sirvió de demostración para muchos cristianos fieles de que el papado había sido hecho cautivo por intereses políticos y de que había abandonado su principal responsabilidad de pastorear las almas de los fieles. Se puede imaginar el horror que muchos fieles cristianos sintieron cuando el papado romano, que había residido en Roma desde el primer siglo, se desarraigó de Roma, trasladándose a Francia por motivos políticos. El dinero y el poder habían corrompido a la Iglesia en sus estamentos más altos. Dado que el papado de Aviñón duró aproximadamente 70 años, Martín Lutero se referiría posteriormente a este periodo como la “cautividad babilónica de la Iglesia”, trazando un paralelismo con la cautividad de Israel en Babilonia que también duró 70 años y que fue la consecuencia de su desobediencia a Dios.
             
            La segunda crisis que considerar es el cisma de occidente de 1378 a 1417. Aunque el papado regresó a Roma en 1378, la corrupción no quedó atrás en Aviñón. En 1378, el Colegio cardenalicio eligió a Urbano VI como Papa. No obstante, sus inmediatos y austeros planes de reforma (combinados con disputas políticas entre italianos y franceses) hicieron surgir rumores de que se había vuelto loco y así el mismo Colegio cardenalicio, que sólo unos pocos meses antes había elegido a Urbano VI como Papa, se retiró al pueblo italiano de Anagni para elegir a otro Papa, esta vez Clemente VII, que regresó a Aviñón. Por segunda vez en el siglo XIV lo impensable había sucedido: dos papas elegidos formalmente, escogidos por el mismo Colegio cardenalicio, residiendo en dos ciudades distintas, cada uno afirmando ser el sucesor de Pedro y además sosteniendo del otro que era el antipapa. Aunque ninguno de los Papas consintió en ceder ante el otro, al final acordaron que lo mejor sería elegir a un tercer Papa que reemplazara a ambos. A consecuencia, el Colegio cardenalicio, en un concilio en Pisa, Italia, eligió a un nuevo Papa, Alejandro V. Desafortunadamente, después de la elección de Alejandro V, ni Urbano VI ni Clemente VII quisieron renunciar a su reivindicación de ser sucesor de Pedro y así la Iglesia quedó con tres Papas residiendo en tres ciudades distintas y cada uno reclamando ser el sucesor legítimo de Pedro. Aunque esto suene algo cómico en nuestros días, hemos de recordar que la mencionada bula papal del Papa Bonifacio VIII, Unam sactam también estipulaba que era imposible alcanzar la salvación si no se estaba en comunión con el Papa. Se puede intuir la angustia espiritual que muchos cristianos fieles debieron haber sentido durante este tiempo en el que tenían que elegir entre tres Papas debidamente elegidos. Esta división duró cerca de 40 años hasta que el Concilio de Constanza, cuando el consejo eligió un cuarto Papa, Martín V, que finalmente puso fin al cisma. De ese modo, entre el papado de Aviñón comenzando en 1309 y el final del cisma de occidente en 1417 hubo más de un siglo de conflictos esenciales en la Iglesia occidental.
             
            La última crisis que considerar es el declive moral dentro de la Iglesia occidental. Con la caída de Constantinopla en 1453 y el posterior éxodo masivo de los eruditos de habla griega del imperio bizantino al occidente de habla latina, la Iglesia occidental fue de nuevo expuesta a grandes cantidades de textos clásicos y lenguas que habían perdido lentamente a lo largo de los siglos. Este período de Europa occidental se conoce como el Renacimiento y en él Roma estaba en la vanguardia de la fascinación por la edad clásica, recientemente redescubierta. Desafortunadamente para la Iglesia, esto implicó que los Papas se interesaron más en proyectos humanísticos y en los lujos del Renacimiento que en pastorear las almas de los fieles cristianos. La corrupción que había llevado al papado de Aviñón y al cisma de occidente no había desaparecido y ahora estaba alcanzando nuevas cotas. Fue durante este periodo que fue elegido probablemente el Papa más corrupto de la historia de la Iglesia, Alejandro VI. Se decía de él que se había jactado de cometer en público los siete pecados capitales con excepción de la glotonería, debido a sus malas digestiones. Tenía varias concubinas que eran esposas de otros hombres en su corte y que le dieron al menos siete hijos, el más famoso de los cuales fue Cesar Borgia, el reputado modelo para El Príncipe de Nicolás Maquiavelo. Pero el Papa Alejandro VI fue sólo uno entre una hueste de Papas desde el siglo XV y principios del XVI que se caracterizaron por ser hombres de guerra, asesinos, adúlteros, extorsionadores, sobornadores, glotones, etc. Cierto es que la influencia del Renacimiento en Roma tuvo también efectos positivos, tales como las grandes obras arquitectónicas, el arte y proyectos bibliotecarios abordados durante este periodo. No obstante, ha de recordarse que estos proyectos se llevaron a cabo principalmente por motivos políticos tales como competir con Florencia y Venecia en cuanto al poder político y fueron sufragados en un grado importante con indulgencias. Dos siglos de corrupción habían plagado a la Iglesia occidental y esto no había pasado desapercibido para muchos cristianos fieles. Después de todo, Dante puso múltiples Papas en algunos de los círculos más bajos del infierno en su Divina comedia, ¡y a sus lectores les encantaba!
             
            II.2 El concepto medieval de la salvación
             

            Tras hablar de algunos de los antecedentes históricos de la Reforma Protestante, me gustaría ahora tratar el asunto del concepto medieval de la salvación. En la traducción latina de la Biblia (que fue escrita originalmente en hebreo, arameo y griego), los traductores latinos tuvieron que crear una nueva palabra para el término “justificar”. El término que escogieron fue justificari, que muchos consideraban proveniente de las palabras justum (“justo” o “recto”) y facere (“hacer”). El griego y el hebreo se perdieron rápidamente en el occidente tras la caída de Roma, resultando en la desafortunada situación de que un idioma secundario se convirtió en la base para la reflexión teológica en lugar de los lenguajes originales. La reflexión posterior sobre el término latino justificari indujo a muchos a concluir que la justificación era un proceso por el cual Dios hiciera justa la persona. Durante la Edad Media, se entendió que Dios llevaba a cabo este proceso a través de la Iglesia, y especialmente a través de los sacramentos que ofrecía. La Iglesia, por lo tanto, se convirtió en la administradora de la salvación de Dios a través de los sacramentos y, con el tiempo, desarrolló un sistema exhaustivo y coherente que aseguraba que la gente era hecha justa ya fuera en esta vida o en la venidera. La enseñanza de la Iglesia había desarrollado un dicho que sonaba aproximadamente como: “Al que hace lo que de él depende, Dios no le negará su gracia”. Por tanto, en tanto que uno se esforzara en agradar a Dios, especialmente en relación con ser un buen católico y en participar en los sacramentos de la Iglesia, Dios sería generoso, y tarde o temprano la persona sería hecha justa.

            Lo siguiente es un resumen de cómo funcionaba el proceso sacramental (y cómo sigue funcionando hasta hoy). Al nacer, los bebés entraban por la puerta de la salvación a través del sacramento del bautismo y ratificaban su entrada por medio del sacramento de la confirmación. Después de la confirmación, la persona podía participar en el sacramento de la eucaristía en la que literalmente se alimentaba del mismo Cristo, incrementando así su justicia delante de Dios. Si uno cometiera un pecado menor (i.e. venial), la Iglesia ofrecía el sacramento de penitencia a través del cual el sacerdote absolvía los pecados de la persona por medio de la confesión oral. Si uno cometiera un pecado grave (i.e., mortal), la Iglesia ofrecía el mismo sacramento de penitencia, pero esta vez acompañado de auto-penitencia en la forma de ayunos, oraciones, limosnas, etc., con el fin de hacer restitución por la ofensa cometida. En peligro extremo de muerte, la Iglesia ofrecía el sacramento de la unción de enfermos por el cual una persona podía ser absuelta de todos sus pecados justo antes de la muerte. Además de estos cinco sacramentos en los que todos los cristianos participaban, la mayoría también lo participaba o en el sacramento del matrimonio o en el de la orden sacerdotal (i.e., hacerse monje, monja, sacerdote, etc.).
             
            Aun así, la mayoría de la gente, a pesar de haber sido fieles hijos de la Iglesia durante toda su vida, no llegaba a ser hecha justa en su tiempo de vida en la tierra, y por ello la Iglesia enseñaba que el proceso se completaba en el purgatorio. Es en el purgatorio donde el individuo es purgado de todas sus tendencias malignas y sufre el castigo temporal por cualquier otro pecado cometido en su vida. La mayoría de la gente en este periodo era consciente de su pecaminosidad y por ello esperaba sufrir una larga y tortuosa estancia en el purgatorio que duraría cientos —si no miles— de años. Sin embargo, había dos formas de evitar este fatal destino. La primera era recibir el sacramento de la orden sacerdotal, ingresar en una orden religiosa y vivir una vida de penitencia marcada por el ascetismo, la disciplina y la austeridad. Existía la creencia de que era posible evitar de manera suficiente las inclinaciones pecaminosas de forma que el tiempo en el purgatorio llegara a ser relativamente corto. La segunda era a través de una indulgencia plenaria. De acuerdo con la teología medieval (y también en la actualidad), el Papa tiene la autoridad para liberar un alma del purgatorio, ya sea parcial o totalmente. Las indulgencias podían ser concedidas por diversas razones tales como haber luchado en las Cruzadas como soldado o haber peregrinado a Roma para contemplar reliquias. Pero en la víspera de la Reforma fueron otorgadas frecuentemente a cambio de dinero donado a la Iglesia, especialmente para la construcción de la nueva basílica de san Pedro en Roma. Cualquiera que fuese la opción tomada, la creencia era que uno era finalmente hecho justo tras pasar por el purgatorio lo cual hacía posible entrar en la presencia de Dios.
             
            Como resumen de lo anterior, es importante resaltar dos factores cuando se quiere reconstruir el cristianismo occidental en los albores de la Reforma protestante. Primero, existía una corrupción bastante extendida y a la vez había una preocupación general acerca de si la Iglesia occidental estaba siguiendo a Cristo fielmente. Segundo, la salvación se entendía como ser hecho justo y el sistema sacramental ofrecía a la gente una vía coherente y completa para llevar a cabo este proceso. Fue en este contexto que Martín Lutero nació y creció y en el que intentó vivir.
             
            [Continuará…]

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              Los tres atributos de Dios: Una propuesta

              1. Intentos previos

              La Biblia nos dice que Dios tiene muchos atributos —amor, misericordia, paciencia, omnipotencia, etc.— y, a través de los siglos, los cristianos han tratado de agruparlos de maneras que tuvieran sentido. Aunque hay muchas formas de hacerlo, muchos teólogos han optado por una dualidad básica en los atributos de Dios que distingue entre su trascendencia y su inmanencia (por ej., comunicable e incomunicable, natural y moral, bondad y grandeza).[1] Estos intentos tienen, en general, dos cosas en común. En primer lugar, se dividen en díadas (grupos de dos) y se colocan en oposición entre sí. En segundo lugar, esto se debe a que se agrupan en función a cómo se relacionan con nosotros: un grupo de atributos es propio de Dios y el otro es compartido entre Dios y los seres humanos.

              Sin embargo, como John Frame ha señalado, hay al menos dos inconvenientes en esta manera de dividir los atributos de Dios: 1) ninguno de los atributos incomunicables (i.e., trascendentes) de Dios son completamente incomunicables y ninguno de los comunicables (i.e., inmanentes) son totalmente comunicables, y 2) las Escrituras no enfatizan el contraste entre los atributos trascendentes y los atributos inmanentes.[2]
               
              De este modo, parece que la división estándar de los atributos de Dios en dos grupos básicos da la impresión de que los atributos de Dios no tienen una lógica interna que exista independientemente de su creación. Al fin y al cabo, ¿cómo puede Dios tener atributos comunicables sin criaturas a las que comunicárselos? Irónicamente, cuando dividimos los atributos de Dios de esta forma, descubrimos más de nosotros mismos que de Dios: esto es lo que tenemos en común con Dios y esto es lo que no tenemos en común con él. En realidad, no nos dice mucho acerca de Dios mismo.
               
              Por lo tanto, lo que me gustaría sugerir en este artículo —y la palabra “sugerir” no puede enfatizarse demasiado— es una agrupación basada en una lógica interna de quién es Dios, independientemente de su creación. Se hará evidente que esta agrupación se basa en una comprensión específicamente cristiana de quién es Dios y que esto tiene beneficios especiales que ofrecer que otras formas de agrupación no tienen. Primero, describiré brevemente esta “novedosa” manera de agrupar los atributos de Dios y luego explicaré algunos de sus beneficios potenciales.
               
              2. Una propuesta
               

              En esencia, me gustaría proponer que los atributos de Dios se dividan en tres grupos de acuerdo con la unidad y la tri-unidad de Dios: Dios es, se conoce a sí mismo y se ama a sí mismo. Por decirlo de una manera más trinitaria: Dios es y el Padre se conoce a sí mismo en el Hijo y se ama a sí mismo en el Espíritu. El primer grupo de atributos se basa en la esencia de Dios (ousia) y el segundo y el tercero en las relaciones intra-trinitarias (hypostases).

              Si bien esta división puede sonar novedosa de entrada, tiene tanto justificación bíblica como precedente histórico.[3] En cuanto a la evidencia bíblica, Dios se describe a sí mismo como el que “es” (Ex 3:14), el Hijo es llamado Sabiduría, Palabra e Imagen de Dios (p. ej., Prov 8:22; Jn 1:1; 1 Cor 1:24, 30; Col 1:15: Heb 1:2) y el Espíritu es llamado el amor y la comunión de Dios (p. ej., Rom 5:5; 2 Cor 13:14). En cuanto al precedente histórico, una de las ilustraciones “psicológicas” de Agustín acerca de la Trinidad era la distinción interna entre ser, conocer y amar (De la Trinidad, 8–9) y esta tríada— ligeramente modificada en poder, sabiduría y bondad— se recuperó en la segunda mitad de la Edad Media y se convirtió en la visión dominante durante los siglos XII–XIII (p. ej., la escuela de Laón, Pedro Abelardo, la escuela de San Víctor).[4] Por lo tanto, aunque es difícil identificar con precisión el elemento central de cada componente de la tríada, la forma que se ha elegido aquí es la siguiente: la existencia de Dios, el autoconocimiento de Dios y el auto amor de Dios.[5]
               
              La existencia de Dios. La primera gran categoría incluye atributos que hablan de un Dios que es. Aquí no se hace hincapié en Dios como Padre, Hijo y Espíritu, sino en atributos que coinciden con la imagen de Dios que uno podría tener en base a textos como Salmo 19:1–6 o Romanos 1:19–20. Incluiríamos aquí atributos como la aseidad, eternidad, inmutabilidad, omnisciencia,[6] omnipotencia, omnipresencia, espiritualidad, gloria, sencillez, libertad, inmensidad, belleza y perfección de Dios.
               
              El autoconocimiento de Dios. Estos atributos fluyen del conocimiento que tiene el Padre de sí mismo en el Hijo. Incluiríamos aquí atributos como la veracidad, sabiduría, orden y equidad de Dios.
               

              El auto amor de Dios. Estos atributos fluyen del amor que tiene el Padre por sí mismo (i.e., el Hijo) en el Espíritu. Esto es lo verdaderamente distintivo del cristianismo: Dios es amor. Aquí incluiríamos atributos como el amor, bondad, gracia, santidad, rectitud, gozo y celo de Dios.[7]

              3. Beneficios de esta forma de agrupar los atributos de Dios
               

              Esta forma de agrupar los atributos de Dios es útil, al menos, por cuatro razones. En primer lugar, como dijimos arriba, esta división organiza los atributos de Dios de manera que es internamente coherente y no depende de nosotros los seres humanos (o de los ángeles) para justificar la división. A diferencia de dividir los atributos de Dios en comunicables e incomunicables, trascendentes e inmanentes, etc., estas divisiones realmente nos dicen algo de Dios: que él es, que se conoce a sí mismo y que se ama a sí mismo.

              En segundo lugar, se puede argumentar que las Escrituras apoyan indirectamente esta agrupación basándose en algunas díadas recurrentes. En el Antiguo Testamente se repite la díada de el hesed y el emet de Dios (la bondad y la verdad, respectivamente)[8] y en el Nuevo Testamento, Juan 1:14 dice que Jesús estaba lleno de charis y aletheia (gracia y verdad, respectivamente; cf. v. 17). Me gustaría sugerir que la naturaleza de Dios está siendo revelada: puesto que Dios se conoce y se ama a sí mismo, se revela de forma básicamente lógica y relacional.
               
              En tercer lugar, creo que esto ayuda a explicar la experiencia humana. Ya sea en teología, sociedad o política, existe mucho debate entre conservador y liberal, derecha e izquierda, tradicional y progresista, etc., y se piensa que sólo un punto de vista es correcto. Normalmente un grupo se basa en estructura, lógica y orden, y el otro en comunidad, empatía y libertad. Sin embargo, si lo que he dicho arriba es correcto, tanto la izquierda como la derecha son verdaderas expresiones de la naturaleza de Dios, pero sólo en parte. Un bando tiende a reflejar el autoconocimiento y verdad de Dios y el otro el auto amor y comunidad de Dios. Por tanto, no podemos ver al “otro bando” como la competencia, sino como un complemento de nuestra verdadera —pero solo parcial— perspectiva. Esto proporcionaría un camino más allá del estancamiento que tan a menudo paraliza la teología, la sociedad y la política, y lo haría en base a una comprensión trinitaria de Dios.
               
              En cuarto lugar, nos ayuda a analizar otras religiones y cosmovisiones. Existe una tendencia a aceptar o a rechazar completamente otras religiones, pero creo que ambas opciones son erróneas. Dado que todas las personas son creadas a imagen de Dios, sería de esperar que otras religiones reflejen ciertas verdades de Dios. Sin embargo, dado que todas las personas son pecadoras, sería de esperar que otras religiones distorsionen ciertas verdades acerca de Dios. Parece existir una progresión en la revelación al pasar de la existencia de Dios a su autoconocimiento y a su auto amor. Por ejemplo, algunas religiones y cosmovisiones argumentan que Dios existe, pero que es incognoscible. Otras sostienen que Dios existe y es conocible, pero es como un rey lejano. Sólo el cristianismo sostiene que Dios existe, es conocible y es relacional. Esto nos ayuda a analizar otras religiones de una manera nueva y, una vez más, lo hace siguiendo las líneas trinitarias.
               

              [1] Cf. Millard Erickson, Christian Theology, 2ª ed. (Grand Rapids, MI: Baker Books, 1998), 292–293; John Frame, The Doctrine of God: A Theology of Lordship (Phillipsburg, NJ: P&R Publishing, 2002), 394–395. La división de Wayne Grudem de los atributos de Dios en los atributos del ser de Dios, los mentales, morales, de propósito y los “atributos sumarios”, tampoco es muy útil como se explica en lo que sigue (Systematic Theology, 2ª ed. [Grand Rapids, MI: Zondervan Academic, 2020], 220).
              [2] Ibid, 395–397; idem, Systematic Theology: An introduction to Christian Belief (Phillipsburg, NJ: P&R Publishing, 2013), 232.
              [3] Estoy en deuda con Nico den Boc por gran parte del contenido de este párrafo, así como por su ayuda en general. Sin embargo, las opiniones aquí expuestas no son necesariamente suyas.
              [4] Curiosamente, Frame divide los atributos de Dios en amor, conocimiento y poder, aunque no muestra ninguna dependencia de la discusión medieval (Doctrine of God, 399; Systematic Theology, 233). A modo de digresión, añado que llegué a esta posición independientemente de Frame y de la discusión medieval.
              [5] Va más allá del propósito de este breve ensayo discutir la relación entre el autoconocimiento y el auto amor de Dios, pero creo que está conectado con otros temas como la controversia filioque (¿procede el Espíritu sólo del Padre o también del Hijo?) y el debate voluntarismo vs. intelectualismo de la Edad Media (¿cuál tiene prioridad en Dios: su intelecto o su voluntad?)
              [6] Este es un buen ejemplo de una dificultad con esta posición. Se podría argumentar que la omnisciencia de Dios debería colocarse mejor bajo el autoconocimiento de Dios. Aunque esto es cierto, sigo pensando que es mejor colocarlo aquí porque parece haber una diferencia entre el conocimiento de todas las cosas que Dios posee y los atributos de que relacionan con el autoconocimiento de Dios.
              [7] La gracia de Dios incluiría su misericordia y su paciencia, y el celo de Dios incluiría su ira.
              [8] Por ej., Gen 24:27; Ex 34:6; Sal 61:7; 85:10; 115:1; Prov 14:22; 16:6; 20:28.

              Traducido por Trini Bernal, modificado ligeramente por el autor.

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                El fracaso del protestantismo: Sócrates, Jesús y el dilema de discípulos inferiores

                1. Introducción

                De vez en cuando, aparece un maestro que es demasiado grande para sus seguidores: sus enseñanzas son demasiadas profundas, su vida es demasiada ejemplar y ha conseguido mantener en tensión demasiadas verdades disparatas. Eso no significa necesariamente que el maestro o sus seguidores hayan fracasado de alguna manera, sino que simplemente el maestro era demasiado grande para que sus seguidores pudieran con él. Esto solo ha ocurrido unas pocas veces en la historia —tanto en Oriente como en Occidente— y aquí me gustaría enfocarnos en dos de ellas, y luego sacar unos paralelismos. Aunque parezca que el foco de este artículo recae sobre los maestros, el verdadero foco recae sobre sus seguidores, es decir, tú y yo.
                 
                2. Sócrates
                 
                Sócrates (o, si prefieren, Platón[1]) pertenece a ese grupo muy pequeño de hombres grandes. Cuando uno lee La república, El simposio, La apología, o cualquier otro diálogo en el que está presente, es obvio que Sócrates estaba a otro nivel que los demás. Sus teorías sobre la ética, la política y la educación han sido fundamentales para el progreso del Occidente, y su vida impecable y su coraje ante la muerte han sido considerados ejemplares a lo largo de la historia. Encontró una manera de encarnar la Verdad que pocos ni podrían haber imaginado, y lo hizo de manera armoniosa y coherente.
                 
                Sin embargo, después de Sócrates, lo que encontramos es la fragmentación de su vida y pensamiento en por lo menos cinco escuelas distintas, y cada una de ellas son fieles a Sócrates de alguna manera, e infieles de otras maneras:
                • Los académicos: Igual que Sócrates, los académicos buscaban el conocimiento teórico acerca de la realidad a través de la dialéctica; pero a diferencia de él, no enfatizaban mucho la sabiduría práctica y la vida virtuosa.

                • Los escépticos: Igual que Sócrates, los escépticos expresaban muchas dudas acerca del “sentido común” y tendían a suspender el juicio acerca de afirmaciones de la verdad; pero a diferencia de él, negaban la posibilidad de conocer la verdad en absoluto.

                • Los estoicos: Igual que Sócrates, los estoicos procuraban suprimir las pasiones alineándose de manera armoniosa con la naturaleza, y enfrentar la vida y muerte con coraje; pero a diferencia de él, no reflexionaban mucho sobre el conocimiento teórico y el dialéctico.

                • Los epicúreos: Igual que Sócrates, los epicúreos procuraban evitar el dolor y perseguir el placer, sobre todo quitándose los miedos; pero a diferencia de él, no procuraban llevar una vida virtuosa a nivel personal o social.

                • Los cínicos: Igual que Sócrates, los cínicos afirmaban que el hombre es un animal, y por tanto rechazaban la cultura como un convenio meramente humano; a diferencia de él, negaban que el hombre era racional y que podría contemplar realidades divinas.

                Como se puede ver, cada escuela podría afirmar a Sócrates como suyo, pero solo en parte. El gran fallo de todas ellas era que tomaban parte de la vida y enseñanza de Sócrates, y luego la absolutizaban frente a las demás. Desde una perspectiva histórica, este proceso, que se puede describir como “la fragmentación convirtiendo la parte en el todo”, era un desastre para las cinco escuelas: aunque algunas sobrevivieron (y a veces, florecieron) por unos siglos, al final todos desaparecieron.[2] La lección clave a aprender es que dicha fragmentación conlleva la destrucción del movimiento.[3]
                 
                3. Jesús
                 

                Teniendo en cuenta la discusión anterior, espero que esté claro para los lectores a dónde voy con todo esto: nosotros cristianos, y sobre todo nosotros protestantes, hemos hecho con Jesús lo que los filósofos grecorromanos hacían con Sócrates. Cada denominación ha asumido diferentes partes de la vida y enseñanza de Jesús y la ha absolutizado. Muchas veces surgen nuevos movimientos y denominaciones en respuesta a extremos y deficiencias percibidos, solamente para establecer nuevos extremos y deficiencias, que provocarán más reacciones en el futuro. Igual que los herederos de Sócrates, hemos fragmentado la vida y enseñanza de Jesús, y las hemos absolutizado frente a las demás. De manera esquemática, ofrezco algunos ejemplos de cómo esto se ha manifestado en el protestantismo:

                • Los luteranos: Igual que Jesús, los luteranos se concentran en el perdón radical y la dialéctica entre la Ley y el Evangelio; pero a diferencia de él, tienen una tendencia a reducir el cristianismo al existencialismo que está separado de cualquier realidad histórica (a la Bultmann) y también han dejado atrás mucha de la moralidad cristiana tradicional (los luteranos están entre las denominaciones más liberales dentro del protestantismo).

                • Los anglicanos: Igual que Jesús, los anglicanos procuran ser una iglesia que es una, santa, católica y apostólica; pero a diferencia de él, no se preocupan por la pureza doctrinal y moral como deben.

                • Los reformados: Igual que Jesús, los reformados procuran la pureza doctrinal y la exaltación de Dios en todo; pero a diferencia de él, tienen una reputación de tener algunas de las iglesias menos acogedoras y con menos gracia y amor en todo el cristianismo.

                • Los anabaptistas y bautistas: Igual que Jesús, los anabaptistas y bautistas premian el amor fraternal y la santidad personal; pero a diferencia de él, se han divido en más denominaciones que cualquier otro grupo, y han abandonado la realidad universal de la Iglesia.

                • Los carismáticos y pentecostales: Igual que Jesús, los carismáticos y pentecostales se han concentrado en la dirección del Espíritu Santo; pero a diferencia de él, tienen una reputación de abandonar las Escrituras y de basar su predicación y vida eclesial en enseñanzas no encontradas en la Biblia.

                Estos solamente son algunos ejemplos de la fragmentación dentro del protestantismo, pero está claro que todos nos quedamos cortos ante la plenitud de la vida y enseñanza de Jesús. Aunque no soy profeta, creo que es bastante razonable predecir que el mismo destino que tuvieron los herederos de Sócrates, también lo tendrá un protestantismo fragmentado: la extinción. Es verdad que las denominaciones protestantes han perdurado unos siglos, y quizás algunas perduren (o incluso florezcan) algunos siglos más, pero su desaparición es inevitable. Cuánta más desconexión haya entre nuestra afirmación de que como cristianos somos un pueblo unido, y una práctica de ese cristianismo dividida y fragmentada, más rápidamente vendrá nuestra caída y con más destrucción.
                 
                4. El camino hacia adelante: tres sugerencias
                 

                Antes de ofrecer algunas sugerencias respecto al camino hacia adelante, permítanme amortiguar el golpe de lo que he dicho arriba: la fragmentación, que no es necesariamente igual a la división (aunque sí que puede ser igual también), es inevitable en el cristianismo. Si era difícil para los seguidores de Sócrates replicar la plenitud de su vida y enseñanza, ¿cuándo más imposible es para nosotros seguir a Dios? Somos seres limitados que han sido llamados para proclamar lo ilimitado, finitos llamados para reflejar lo infinito, particulares llamados para abrazar lo universal. Por tanto, creo que es justo sugerir que una cierta cantidad de diversidad es inevitable.

                Sin embargo, no pienso que la fragmentación sea lo ideal, y por tanto hay que plantearse la pregunta: ¿Qué podemos hacer para limitarla? Me gustaría sugerir tres ideas. Primero, debemos ser humildes. Tenemos que acordarnos de nuestras limitaciones. Este es uno de los beneficios que el pos modernismo ha introducido: nuestra cultura, trasfondo, experiencias, etc., nos ha preparado para ver el mundo de maneras muy concretas. Esas mismas influencias también nos ha limitado la capacidad de leer la Biblia de ciertas maneras, y por tanto nuestra interpretación de la Biblia está limitada. Así que, acuérdense de sus limitaciones, y sean humildes a la hora de evaluar sus propias creencias y las de los demás.
                 
                Segundo, debemos estar agradecidos. Con esto no me refiero a la gratitud en general, sino a la gratitud específicamente por otros que no sean como nosotros. Los bautistas deben estar agradecidos por los anglicanos, los carismáticos por los reformados, los luteranos por los anabaptistas, etc. Puedo hablar desde mi propia experiencia que he aprendido muchos de otras denominaciones. Soy bautista (con una “b” minúscula, como me gusta decir), pero he aprendido mucho de los anglicanos y su eclesiología, de los luteranos y su dialéctica entre la Ley y el Evangelio, de los reformados y su exaltación de Dios, de los anabaptistas y su énfasis en el amor y la comunidad, de los carismáticos y su dependencia de la dirección del Espíritu Santo en sus vidas, etc. No debemos ver a los demás como amenazas para nuestras propias creencias, sino como posibles fuentes de enriquecimiento y edificación. Si extendemos la metáfora del cuerpo de la iglesia local a la iglesia universal (y creo que se puede hacer), quizá nos ayude a ver cómo otras denominaciones pueden ser bendiciones para nosotros, incluso si no son como nosotros en cada aspecto.
                 
                Tercero, y más importante, tenemos que amarnos los unos a los otros. El amor es lo que permite que el amor intra trinitario de Dios se manifieste entre nosotros: los muchos unidos en uno por el amor. Nos permite seguir siendo fieles a quiénes somos —anglicanos, luteranos, reformados, bautistas, carismáticos, etc.— y, al mismo tiempo, nos permite aprender de los demás. Nadie puede encarnar la plenitud de Dios, pero la Iglesia puede hacerlo mucho mejor que cualquier persona o denominación por sí solos.
                 
                5. Una reflexión concluyente
                 

                Lo que he estado intentando decir en este artículo es que, si la Iglesia quiere reflejar la plenitud de Dios, tiene que ser católica en algún sentido. Pero es precisamente aquí donde la Reforma protestante ha fracasado. Sin embargo, creo que hay pasos que podemos dar hacia una “catolicidad protestante” permaneciendo fieles a nuestras propias creencias. Históricamente hablando, la Iglesia ha identificado dos grandes pecados: la herejía y el cisma. La herejía es una ruptura de doctrina, y el cisma es una ruptura de amor, y los dos son terribles. Como protestantes, podemos estar orgullosos de lo que hemos logrado con respecto a la herejía: la Reforma fue necesaria, y nuestros antepasados acabaron con mucha herejía que había entrado en la Iglesia durante los siglos anteriores. Sin embargo, de alguna manera, la Reforma ha sido una tragedia, porque hemos fragmentado el cuerpo de Cristo, que es uno, y no muchos. Así que, permítanme terminar con esta reflexión: si vamos a llamar a la Iglesia católica a quitarse del ojo la viga de herejía, tenemos que quitarnos primero la viga de cisma del nuestro.

                [1] Sócrates escribió muy poco durante su vida, y nada se ha preservado. Lo que sabemos de él viene de escritores posteriores, sobre todo de Platón. Por tanto, separar el “Sócrates histórico” del “Sócrates de Platón” puede ser difícil a veces.
                [2] De vez en cuando una escuela disfruta de momentos breves de avivamiento, pero nunca permanece.
                [3] Se podría haber incluido en este resumen otros grandes pensadores. Por ejemplo, Mark Noll ha escrito lo siguiente acerca de Jonathan Edwards: “Los evangélicos no han reflexionado sobre la vida desde el suelo hacia arriba como cristianos, porque toda su cultura ha dejado de hacerlo. La piedad de Edwards continuó en la tradición de avivamiento, su teología continuó en el calvinismo académico, pero nadie continuó su cosmovisión saturada por Dios o su profunda filosofía teológica. La desaparición de la perspectiva de Edwards en la historia cristiana de los Estados Unidos ha sido una tragedia” (“Jonathan Edwards, Moral Philosophy, and the Secularization of American Christian Thought,” Reformed Journal 33 [1983]: 26; quoted in John Piper, The Supremacy of God in Preaching, rev. ed. [Grand Rapids, MI: Baker Books, 2004], 16).
                 
                 
                 

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                  La Iglesia I: ¡Sed la Iglesia!

                  Cuando nos planteamos la pregunta ¿qué es la Iglesia?, la podemos responder desde dos perspectivas, a saber: externa e interna. Muchas veces, la respondemos desde la perspectiva externa, es decir, hablamos de la Iglesia como una entidad (“desde arriba”), y la describimos según las cuatro cualidades históricas —una, santa, católica y apostólica— y las tres marcas reformadas —predicación del Evangelio, administración de los sacramentos y la disciplina eclesiástica. Se ve fácilmente que la responsabilidad aquí recae sobre el liderazgo. Obviamente, hablar de la Iglesia desde esta perspectiva es válido e importante, pero tampoco es completo.

                  Hace falta recordar la otra perspectiva, a saber, la interna. Aquí no hablamos de la Iglesia como entidad sino como organismo (“desde abajo”), y hablamos de la vida interior de la Iglesia. Según esta perspectiva —igual de válida que la otra—, la respuesta a la pregunta ¿qué es la Iglesia? sería algo así: la Iglesia es una comunidad de amor en la que la gente se ama en el poder del Espíritu para edificarse con el fin de ser más como Cristo a la gloria del Padre. Desde esta perspectiva, la responsabilidad de ser la Iglesia no recae sobre el liderazgo sino sobre los miembros mismos.
                   
                  Hablando de la Iglesia desde esta perspectiva “desde abajo”, surge la siguiente pregunta: ¿cómo podemos cumplir con nuestra responsabilidad de ser una comunidad de amor? Afortunadamente, el Nuevo Testamento nos da unas pautas a seguir: emplea muchos mandamientos “unos a otros”, y es ahí donde encontramos una gran parte de la respuesta a la pregunta. A continuación, veremos los mandamientos “unos a otros” del Nuevo Testamento. Los he colocado en cinco grupos principales: el mandamiento básico de amarse unos a otros, seguido por mandamientos de convivencia, el hablar, cómo tratar a los necesitados y qué hacer con un hermano débil o que vive en pecado. También he dividido los grupos por actitudes y disposiciones generales por un lado, y actividades concretas por otro. Así espero poder, no solamente presentar los mandamientos, sino también exponerlos para que se puedan comprender.
                   
                  Mandamiento básico: amarse unos a otros (Rom 12:10; 13:8-10; 1 Ped 2:17; 1 Jn 3:11, 23; 4:7, 11-12; 2 Jn 5).
                  • Crecer y abundar en el amor unos por otros: 1 Tes 3:12.

                  • Entrañablemente, de corazón puro: 1 Ped 1:22.

                  Convivencia:
                  • Actitudes y disposiciones: preferirse los unos a los otros en cuanto a la honra (Rom 12:10; Fil 2:3); unánimes entre vosotros (Rom 12:16; 2 Cor 13:11; Fil 1:27; 2:2); mantener la unidad del Espíritu (Ef 4:3); revestirse de humildad unos con otros (1 Ped 5:5); no juzgar antes de tiempo (1 Cor 4:5); someterse unos a otros (Ef 5:21).

                  • Exhortaciones generales: preocuparse unos por otros (1 Cor 12:25); soportarse unos a otros en amor (Ef 4:1-2; Col 3:13); ser bondadosos unos con otros (Ef 4:32); perdonarse unos a otros (Ef 4:32; Col 3:13); considerarse unos a otros para estimularse al amor y a las buenas obras (Heb 10:24); perfeccionarse (2 Cor 13:11); vivir en paz (2 Cor 13:11; Heb 12:14); combatir unánimes por la fe del evangelio (Fil 1:27); seguir siempre lo bueno unos para con otros (1 Tes 5:15).

                  • Actividades concretas: practicar la hospitalidad (Rom 12:13; Heb 13:2: sin murmuraciones [1 Pet 4:19]; no con los herejes [2 Jn 2:10]); gozarse con los que se gozan (Rom 12:15); llorar con los que lloran (Rom 12:15); servirse por amor unos a otros (Gál 5:13); no dejar de congregarse (Heb 10:25); orar unos por otros (Stg 5:16); ministrar al Señor y ayunar juntos (Hch 13:2); esperarse unos a otros (1 Cor 11:33); reconocer, honrar y recibir siervos (1 Cor 16:15-18; Fil 2:29; Col 4:10; 1 Tes 5:12-13); saludarse unos a otros (1 Cor 16:20; 2 Cor 13:12; Fil 4:21; 1 Tes 5:26; Heb 13:24; 1 Ped 5:14); no olvidar la ayuda mutua (Heb 13:16).

                  Hablar:
                  • Actitudes y disposiciones: airarse sin pecar (Ef 4:26-27); hablar para edificar (Ef 4:29-30).

                  • Exhortaciones generales: hablar verdad (Ef 4:25); no mentir unos a otros (Col 3:9); alentarse unos a otros (1 Tes 4:18); exhortarse unos a otros cada día (Heb 3:13; 10:25); no murmurarse unos de otros (Fil 2:14; Stg 4:11); no quejarse unos contra otros (Stg 5:9); animarse unos a otros (1 Tes 5:11); edificarse unos a otros (1 Tes 5:11).

                  • Actividades concretas: aconsejarse unos a otros (Rom 15:14); hablarse, enseñarse y exhortarse con salmos, himnos y cánticos espirituales (Ef 5:18); confesar las ofensas unos a otros (Stg 5:16); consolarse (2 Cor 13:11); amonestar a los ociosos, alentar a los de poco ánimo, sostener a los débiles y ser pacientes para con todos (1 Tes 5:14); no impedir hablar en lenguas ni menospreciar las profecías (1 Cor 14:39; 1 Tes 5:20; probar los espíritus [1 Jn 4:1-3]).

                  Cómo tratar a los necesitados:
                  • Compartir la necesidad de los santos (Rom 12:13); asociarse con los humildes (Rom 12:16); compartir con el que padece necesidad (Ef 4:28); acordarse de los presos (Heb 13:3).

                  Qué hacer con un hermano débil o que vive en pecado:
                  • Recibir al débil en la fe (Rom 14:1): no juzgarse unos a los otros (Rom 14:13); seguir lo que contribuye a la paz y a la mutua edificación (Rom 14:19); soportar y agradar los fuertes a los débiles (Rom 15:1-3); tener un mismo sentir (Rom 15:5); recibir unos a otros (Rom 15:7).

                  • Los espirituales restaurar a los sorprendidos en alguna falta (Gál 6:1; Stg 5:19-20): sobrellevar unos las cargas de otros (Gál 6:2).

                  • Apartarse de los que causan divisiones y que ponen tropiezos (Rom 16:17): amonestar a los desobedientes (2 Tes 3:14-15).

                  • Limpiarse de la vieja levadura (1 Cor 5:7, 13).

                   

                  En conclusión, me gustaría hacer unos comentarios y sacar algunas conclusiones. Primero, no creo que la lista de arriba sea exhaustiva. Es decir, no creo que el Nuevo Testamento nos haya dado todos los mandamientos “unos a otros” que hay que cumplir. Se puede argumentar que la misma situación existe con los dones espirituales que nos son enumerados en el Nuevo Testamento: nos pone muchos, que sirven como base y de ejemplo, pero no tenemos una lista exhaustiva de todos los dones espirituales que hay. De manera parecida, nos son dados muchos mandamientos “unos a otros” en el Nuevo Testamento, los cuales sirven como base y de ejemplo, pero no sirven como una lista exhaustiva de todo lo que Dios pide de nosotros como Iglesia. Hay que ser fiel lo que hay, y extenderlos donde no los haya.

                  Segundo, mirando a los mandamientos que el Nuevo Testamento sí no da, vemos que el peso de los mandamientos recae sobre la convivencia y el hablar. En cuanto a la convivencia, tantos mandamientos nos deben persuadir fácilmente de que la vida cristiana no se puede vivir solo, y que debemos tomar muy en serio la división entre hermanos. El Señor no nos llama a ser el mejor amigo de todos, sino a algo mucho más profundo: ser el hermano o hermana de todos. ¿Estás viviendo en división? Entonces no estás cumpliendo este aspecto de cómo ser la Iglesia. En cuanto al hablar, tenemos que darnos cuenta de que “ir al culto” no significa llegar a la iglesia, sentarse en una silla para escuchar a un sermón y luego salir. “Ir al culto” significa que cada uno tiene que interactuar con otros, y que tiene que hacerlo para edificar a los demás. ¿Cuándo fue la última vez que oraste con alguien en la iglesia? ¿Cuándo fue la última vez que confesaste tus pecados a alguien en la iglesia? ¿Cuándo fue la última vez que lloraste con alguien por haber escuchado sus pruebas y luego le aconsejaste con principios bíblicos? No tiene que ser los domingos durante el culto cuando lo haces, pero sí que un buen momento para hacerlo.
                   

                  Tercero, no todos los mandamientos “unos a otros” son “bonitos”. Algunos nos llaman a ayudar a los que realmente no nos pueden devolver nada. Son mandamientos de servicio, que nos deben recordar el servicio salvífico que Jesucristo nos ofrece en el evangelio, de quien también obtenemos el poder para dicho servicio. Es decir, cuando servimos a los enfermos, los débiles, etc., nos debe recordar que Jesucristo hace los mismo con nosotros cada día, que lo hace por amor, y que nos da fuerza para hacerlo. Otros nos llaman a apartarnos —en amor— de los que están rechazando el señorío de Jesucristo en sus vidas. Ser una comunidad de amor no es lo mismo que ser una comunidad de gracia, algo que muchos confunden hoy en día (sin saber qué es realmente la gracia). A veces el acto más amoroso que podemos hacer —aunque nos duela más que al otro— es quitarles de la comunidad de amor. Tal acto no es “bonito” en ningún sentido, pero sí es amoroso.

                  Volvemos a la pregunta principal: ¿cómo podemos cumplir con nuestra responsabilidad de ser una comunidad de amor? El Nuevo Testamento nos da una lista muy amplia de mandamientos “unos a otros”. Solo nos queda cumplirlos. Iglesia: ¡sed la Iglesia!
                   
                   
                   

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                    Dios, creación, género y el yo: la coherencia de todo ello

                    Introducción

                    Hay una coherencia fundamental entre quién es Dios y cómo creó el mundo, los sexos y el individuo. Es imposible hablar de lo uno sin lo otro y viceversa. Aunque en el momento en el que estamos viviendo la preocupación principal parece ser el género, en realidad tiene repercusiones muy importantes y, de hecho, muchos de los problemas a los que nos enfrentamos en occidente (y también en otros lugares) puede reducirse a un desequilibrio fundamental al respecto al orden creado, que a su vez procede de una visión desequilibrada de quién es Dios. Lo que me gustaría mostrar en este breve ensayo es que Dios fundamentalmente se conoce y se complace en sí mismo, la verdad de lo cual se refleja en la creación, el género y la psicología.
                     
                    Dios y el Orden Creado
                     

                    En primer lugar, debemos empezar por Dios, que es el fundamento y la fuente de toda realidad. Hablaré de Dios desde una perspectiva explícitamente cristiana y, por ahora, no me adentraré en el muy importante tema de si un no cristiano, como un filósofo natural o un religioso no cristiano, podría afirmar lo mismo. Como he escrito en un artículo anterior, desde la perspectiva cristiana, podríamos decir que el Padre, como fuente de la deidad, se conoce a sí mismo en el Hijo y se deleita en sí mismo en el Espíritu, lo que significa que el principio unificador de los atributos de Dios es triple: que Dios es, que se conoce a sí mismo y que se ama a sí mismo. Dejando a un lado los que se refieren a la existencia de Dios, sus atributos básicos son aquellos relacionados con el conocimiento y el amor. A nivel conceptual, el auto conocimiento de Dios implica atributos como la veracidad, la sabiduría y el orden, y su amor propio implica otros como la bondad, la gracia, el gozo y la comunidad. Esta diada básica es lo que encontramos en el Antiguo Testamento cuando habla del emet (verdad) y el jesed (misericordia) de Dios, y en el Nuevo Testamento cuando dice que Jesús estaba lleno de jaris (gracia) y alicia (verdad). Son sólo diferentes maneras de afirmar la misma realidad, que Dios es auto conocimiento y amor propio. Cuando Dios crea, tiene sentido que lo haga de manera que refleje su carácter.

                    Así, cuando Dios creó el cosmos, dominó el caos con su conocimiento y su amor. Génesis 1:2 dice que el cosmos estaba “sin orden” y “vacío”. Así que, durante los tres primeros días de la creación de Dios, dominó el desorden dando lugar al orden y, durante los segundos tres días, dominó el vacío dando lugar a la vida. Creó el orden separando el cosmos en sus divisiones básicas y luego llenó cada división con su vida correspondiente.
                     
                    Cuando creó al ser humano, le invitó a participar en su actividad creadora. Los mandamientos que les dio en Génesis 1:28 reflejaban su acción de traer orden y vida a lo que estaba desordenado y vacío: someter y dominar la tierra corresponden a los tres primeros días de la creación de Dios, y fructificar, multiplicarse y llenarla corresponden a los segundos tres días. Pero la Biblia, además, especifica que cada sexo tenía su tarea respectiva. En Génesis 2:15 la tarea de Adán era “trabajar” y “cuidar” el huerto, mientras que en Génesis 3:20 a Eva se le llama “la madre de todos los vivientes”. Por tanto, el rol del hombre se corresponde principalmente con la actividad creadora de Dios de los tres primeros días, que a su vez se corresponde principalmente con el autoconocimiento de Dios y el orden, y el rol de la mujer se corresponde primordialmente con la actividad creadora de Dios durante los segundos tres días de la creación, que a su vez se corresponde con el amor propio de Dios, la comunidad y la afirmación de la vida.
                     

                    Sin embargo, estas no son distinciones absolutas, ya que cada psique humana tiene elementos “masculinos” y “femeninos”. Todos tenemos un dialogo interno, lo que implica que podemos conocernos plena y completamente, y también nos deleitamos en lo que hacemos, lo que significa que, en alguna medida, nos amamos a nosotros mismos. El pecado ha dañado y corrompido estas capacidades, al igual que la relación entre los géneros y la armonía de la creación, pero la realidad fundamental permanece.

                    Implicaciones
                     

                    Así tenemos que hay una coherencia entre quién es Dios y cómo creó el cosmos, los sexos y el individuo. Esto es útil por dos razones, al menos. En primer lugar, el momento en el que vivimos actualmente parece estar dominado por el tema del género. Sin embargo, como hemos visto, el “género” no es un tema aislado, sino que forma parte de una escala de mayor significado. Eliminar el género conllevaría necesariamente eliminar el yo, la creación y el conocimiento de Dios. Debido a la coherencia entre la persona de Dios y su acto de creación, cualquier intento de cambiar o modificar el género conlleva inevitablemente más implicaciones. Cuando lo vemos desde esta perspectiva, el debate sobre el género es, en realidad, un debate sobre algo mucho mayor: qué —o quién— es la base de la realidad, y cómo ello “permea” la cuestión del género.

                    En segundo lugar, cuando hablamos de la coherencia entre quién es Dios y cómo crea, encontramos que, especialmente en occidente, existe una tendencia a sobre enfatizar el amor, la comunidad y la afirmación de la vida en detrimento del orden y la verdad. Lo más probable es que esta sea una reacción al anterior movimiento cultural en occidente —la Ilustración— que sobre enfatizaba la verdad y la justicia en detrimento de la gracia y la misericordia. Cuando observamos el mundo desde nivel tan general, encontramos que muchos conflictos pueden explicarse desde esta perspectiva. La libertad religiosa se puede ver como un debate acerca de la relación entre la verdad del Estado y la libertad individual. Los debates económicos pueden considerarse como un debate entre la preferencia del capitalismo por la sabiduría y la preferencia del socialismo por el reparto de la comunidad. Los debates ecológicos se pueden considerarse como un debate sobre el derecho del hombre a llevar orden y utilidad al mundo y su responsabilidad de afirmar su vida y su prosperidad. Los debates políticos entre la derecha y la izquierda pueden considerarse como la tensión entre la preferencia de la derecha por la tradición y el orden, por un lado, y la preferencia de la izquierda por el progreso y la comunidad, por el otro.
                     
                    Conclusión
                     

                    Y, ¿dónde nos deja esto? En la actualidad, estamos debatiendo sobre el género y la importancia de la verdad. Hemos reaccionado sistemáticamente en contra de la noción de verdad, que ahora ha entrado en el ámbito de la palabra. Los cristianos no podemos renunciar a la verdad, porque hacerlo es traicionar a quien es Dios y a todo el orden creado. No obstante, tampoco podemos renunciar al amor, ya que hacerlo sería igualmente desastroso. Que Dios nos dé sabiduría para andar por esta fina línea y no desviarnos ni a derecha ni a izquierda.

                    Artículo traducido por Trini Bernal, modificado ligeramente por el autor.
                     
                     

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