Introducción
En primer lugar, debemos empezar por Dios, que es el fundamento y la fuente de toda realidad. Hablaré de Dios desde una perspectiva explícitamente cristiana y, por ahora, no me adentraré en el muy importante tema de si un no cristiano, como un filósofo natural o un religioso no cristiano, podría afirmar lo mismo. Como he escrito en un artículo anterior, desde la perspectiva cristiana, podríamos decir que el Padre, como fuente de la deidad, se conoce a sí mismo en el Hijo y se deleita en sí mismo en el Espíritu, lo que significa que el principio unificador de los atributos de Dios es triple: que Dios es, que se conoce a sí mismo y que se ama a sí mismo. Dejando a un lado los que se refieren a la existencia de Dios, sus atributos básicos son aquellos relacionados con el conocimiento y el amor. A nivel conceptual, el auto conocimiento de Dios implica atributos como la veracidad, la sabiduría y el orden, y su amor propio implica otros como la bondad, la gracia, el gozo y la comunidad. Esta diada básica es lo que encontramos en el Antiguo Testamento cuando habla del emet (verdad) y el jesed (misericordia) de Dios, y en el Nuevo Testamento cuando dice que Jesús estaba lleno de jaris (gracia) y alicia (verdad). Son sólo diferentes maneras de afirmar la misma realidad, que Dios es auto conocimiento y amor propio. Cuando Dios crea, tiene sentido que lo haga de manera que refleje su carácter.
Sin embargo, estas no son distinciones absolutas, ya que cada psique humana tiene elementos “masculinos” y “femeninos”. Todos tenemos un dialogo interno, lo que implica que podemos conocernos plena y completamente, y también nos deleitamos en lo que hacemos, lo que significa que, en alguna medida, nos amamos a nosotros mismos. El pecado ha dañado y corrompido estas capacidades, al igual que la relación entre los géneros y la armonía de la creación, pero la realidad fundamental permanece.
Así tenemos que hay una coherencia entre quién es Dios y cómo creó el cosmos, los sexos y el individuo. Esto es útil por dos razones, al menos. En primer lugar, el momento en el que vivimos actualmente parece estar dominado por el tema del género. Sin embargo, como hemos visto, el “género” no es un tema aislado, sino que forma parte de una escala de mayor significado. Eliminar el género conllevaría necesariamente eliminar el yo, la creación y el conocimiento de Dios. Debido a la coherencia entre la persona de Dios y su acto de creación, cualquier intento de cambiar o modificar el género conlleva inevitablemente más implicaciones. Cuando lo vemos desde esta perspectiva, el debate sobre el género es, en realidad, un debate sobre algo mucho mayor: qué —o quién— es la base de la realidad, y cómo ello “permea” la cuestión del género.
Y, ¿dónde nos deja esto? En la actualidad, estamos debatiendo sobre el género y la importancia de la verdad. Hemos reaccionado sistemáticamente en contra de la noción de verdad, que ahora ha entrado en el ámbito de la palabra. Los cristianos no podemos renunciar a la verdad, porque hacerlo es traicionar a quien es Dios y a todo el orden creado. No obstante, tampoco podemos renunciar al amor, ya que hacerlo sería igualmente desastroso. Que Dios nos dé sabiduría para andar por esta fina línea y no desviarnos ni a derecha ni a izquierda.
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